Ya fuera por razones militares o de salvamento, para cazar o por placer, la necesidad que el hombre ha sentido de sumergirse bajo la superficie del mar se remonta a tiempos lejanos.
Nadie sabe con certeza cuándo buceó el hombre por primera vez, no obstante, por distintos escritos de historiadores clásicos se deduce que fuera allá por el siglo V a.C.
Uno de los primeros documentos auténticos que atestiguan la existencia del buceo se remonta al mandato del gran estratega militar Alejandro Magno. En el mismo se relata como Alejandro Magno, con fines militares, empleó buzos con el fin de sacar objetos que habían sido hundidos para obstaculizar el paso en el puerto de Tiro, del cual se apoderó en el año 332 a.C., tras un asedio.
Diversos documentos atestiguan asimismo que durante el siglo I a.C. existía una floreciente industria de recuperación de objetos hundidos en los principales puertos del Mediterráneo oriental. El negocio estaba tan bien organizado que la ley establecía una escala de salarios para los buzos acorde con la profundidad a la que trabajasen. Como es de imaginar, por aquellos entonces se empleaban piedras planas que servían de pesos y guías para dirigir al buzo durante el descenso, generalmente, a una profundidad de veintidós y treinta y un metros.
Camino al éxito Sin embargo, pronto todos los buzos tuvieron que ingeniárselas para encontrar un método que les permitiera permanecer bajo el agua más tiempo del que la capacidad pulmonar permitía. En un primer momento, se empleaban cañas huecas, pero los buzos sólo podían descender a la profundidad donde llegaran las cañas. El principal uso que se hacía de este ingenio era en las guerras con el fin de que los soldados cruzaran los ríos sin ser avistados.
Más adelante, dos británicos, Edmund Halley hacia 1690 junto a cuatro hombres demostró la eficacia de su invento “La campana de Halley”, que posibilitaba a los buzos permanecer debajo del agua durante una hora y media a una profundidad de dieciocho metros; y en 1715 John Lethbridge, diseñó un “barril de aire” forrado de cuero en cuyo interior iba un buzo y que contaba con una ventanilla de vidrio para ver y dos aperturas con mangas impermeables para los brazos que permitían al buzo trabajar bajo el agua. Éste último tuvo un éxito sorprendente y recuperó gran cantidad de objetos de naufragios. A pesar de todo, ambos inventos padecían de las mismas limitaciones: la falta de maniobrabilidad y la imposibilidad de aportar continuamente aire fresco.
Por aquella época, muchos fueron los investigadores que, incentivados por el negocio lucrativo que suponía recuperar objetos de naufragios, experimentaron con innovaciones muy parecidas. Se otorga a Augusto Siebe el mérito de ser el inventor del primer traje de buzo de cuerpo entero impermeable, conocido con el nombre de “traje de buzo de Siebe”, en torno a 1840. Este traje es el precursor directo de los actuales. Se convirtió en el referente para todas las operaciones submarinas de la armada británica.
En 1878, Henry Fleuss inventó el primer aparato autónomo de circuito cerrado comercializable. Es el antecesor de los equipos que utilizan los buceadores de combate actuales. Como empleaba un 100% de oxigeno, se necesitaban volúmenes menores para poder respirar y se eliminaba la necesidad de fabricar botellas ligeras de mucha fuerza. No obstante, este sistema pronto planteó dificultades, pues por aquel entonces se desconocía que el oxigeno puro a presión fuera tóxico. Problema que fue solventado cuando estalló la Primera Guerra Mundial, ya que se había añadido un regulador modificado de la demanda de aire y se habían inventado botellas con capacidad para contener oxigeno a más de 20 bars. Gracias a ello, el sistema autónomo de circuito cerrado de H.F. se convirtió en el equipo de salvamento habitual de los submarinos de la Royal Navy.
Pasaba el tiempo y, a pesar del intento del comandante LePrieur, un oficial de la armada francesa, de fabricar un equipo autónomo de respiración de circuito abierto mediante una botella reforzada de aire comprimido, el punto de mira siguió centrado en el desarrollo de equipos de buceo de circuito cerrado a pesar de las limitaciones prácticas y del peligro constante de intoxicación por oxigeno.
Durante la Segunda Guerra Mundial, se emplearon equipos de circuito cerrando, pero fueron dos franceses, un oficial de marina y un ingeniero, quienes desarrollaron un sistema autónomo de circuito abierto. El capitán Jacques-Yves Costeau y Emile Gegnan, pese a trabajar con las restricciones de la Francia ocupada, dieron un paso de gigante en el progreso del submarinismo al inventar el primer sistema autónomo de circuito abierto seguro y eficaz. Fueron ellos quienes crearon la primera escafandra autónoma, que Costeau empleó con éxito para descender hasta sesenta metros sin ningún efecto negativo.
Después de la guerra, la escafandra autónoma se convirtió en un éxito comercial. Como resultado de la comodidad y la facilidad de buceo que ofrecen los equipos de circuito abierto, el submarinismo recreativo se ha convertido en uno de los deportes más en boga en todo el mundo. También ha posibilitado a los geólogos, biólogos y arqueólogos submarinos, así como a gran número de científicos e investigadores, explorar y sacar a la luz algunos de los muchos misterios que guarda la mar.