¡Hola, fauna!
Como es habitual en la marca de la casa, me gusta escribir sobre hechos verídicos, historias, experiencias vividas,... En este caso, una aterradora experiencia sufrida en carne propia (cuando alguna vez me preguntan si tengo miedo bajo el agua, no puedo dejar de acordarme de este episodio), de la que afortunadamente pude escapar indemne.
A algunos os será familiar, ya que lo utilicé como base para un relato que presenté al ya famoso concurso de Relatos de Buceo, siendo superado por los escritos ganadores. Sin embargo, a cierta gente le gustó, y me animaron a publicarlo. Como siempre, podéis encontrarlo, con imágenes, en el BLOG de mi web http://www.ramonverdaguer.com. Espero que lo disfrutéis:
El Pez y el Error de los Espartanos
por Ramon Verdaguer /SUBZERO Consultoría & Formación Sub
“Los espartanos no se preguntaban cuántos o cómo eran sus enemigos, sino dónde se encontraban”. Aegis II.
Tenía ganas de llegar a casa y descansar. Estaba en cubierta, dejando que el sol de la tarde secara un poco el neopreno mientras esperaba a los clientes para la que iba a ser la última inmersión del día. Gruesas nubes, de puro algodón y preñadas de agua después de atravesar el mar provenzal, cruzaban perezosas el cielo y se perdían sobre mi querido Empordà, reflejando el Sol de septiembre, ya en retirada…
Los vi llegar por el muelle, tres jóvenes sonrientes y con ademanes nerviosos, que hablaban y alborotaban más de la cuenta mientras cargaban sus equipos y se acomodaban en la bancada de estribor, intentando ahuyentar sus miedos como podían. Quedaba claro que se trataba de una pareja más un amigo acompañante. Me presenté, les comenté que iba a ser su guía en esa su primera inmersión con nosotros y me interesé por su nivel de buceo:
-¿Cuántas veces, hijos míos?- les solté de improviso. Una breve y nerviosa mirada cruzada entre la pareja evidenció que se había malinterpretado mi pregunta. -“Inmersiones”- aclaré rápidamente- “¿cuántas inmersiones lleváis?”
-“Ufff”- me respondió el acompañante, lo que rápidamente le valió el sobrenombre de Ufo, frunciendo el ceño como si intentara recordar si eran 30 ó eran 3000- “no lo recuerdo bien pero serán unas treinta”- Bien...todo normal.
-“Si”-confirmaron Romeo y Julieta-“alrededor de unas treinta. Somos buceadores avanzados”- dijeron, con cierto punto de orgullo en la voz. O sea, corregí mentalmente, debutantes avanzados. Pero tenían buena pinta y, además, si eran “avanzados”, eran aptos para el buceo que habíamos previsto, en un lugar de la costa cercana, protegidos de un viento que no acababa de entrar.
La inmersión era una visita totalmente exterior a un pecio de la zona que cobijaba a una gran cantidad de vida, lo que justificaba su visita. Me fijé cómo montaban los equipos y en aquellos otros detalles que suelen dar una idea del nivel de nuestros futuros acompañantes. Y lo que vi me tranquilizó. Podían tener poca experiencia pero denotaban una sólida base. Agradecí mentalmente el buen trabajo de su instructor y me dispuse a preparar mi propio equipo y la botella auxiliar que dejaríamos colgando. Añadí un par de kilos de plomo y dos mosquetones al “decokit”, por si las moscas de Arquímedes, revisé otra vez el mío y me acomodé a su lado, relajado, esperando la llegada al punto de inmersión.
Una vez amarrados a una de las boyas de fondeo y antes de disponer la botella de seguridad y el lastre adicional, empecé el “briefing” de la inmersión, haciéndoles notar como nuestra embarcación se había situado casi perpendicular a las olas, evidenciando así la corriente del lugar. Abriendo muy ligeramente uno de los grifos de la botella de seguridad, la sumergí y les señalé el fino chorro de burbujas que escapaban, cuya deriva denunciaba claramente el sentido y la intensidad de la corriente. Recuperé el tanque, cerré la válvula y volví a dejarlo colgado. A continuación dibujé un croquis del pecio, lo enmarqué dentro de dos puntos cardinales, anotando las diferentes cotas y punteé el futuro recorrido, recordando las señales y procedimientos en caso de surgir alguna de las incidencias habituales. Una vez establecidas las parejas saltamos al agua y nos reunimos en la boya.
Precedí el descenso del grupo. A unos -6m comprobé que estábamos bastante compactados y, según lo acordado, hicimos un último chequeo de los equipos. A una señal, proseguimos el descenso hasta llegar a la cubierta principal, a unos -20m de profundidad. Opté por el costado opuesto a la corriente para disponer de un recorrido tranquilo, fijándome en las columnas de burbujas que expelía cada uno. Era evidente que uno de los integrantes respiraba más deprisa que los demás. Su posición, tipo “caballito de mar”, delataba claramente el por qué: iba sobrelastrado. Por señas le indiqué lo que me disponía a hacer, quitándole un par de pastillas de lastre. Decidí situarme a su lado, ligeramente adelantado para quedar dentro de su campo de visión, procurando así transmitirle seguridad y, de paso, tenerlo al alcance por si surgía la necesidad.
Los potentes haces de nuestros focos se empeñaban en arrancar colores ahí donde la ya escasa luz ambiental tintaba todo de un color gris-azulado uniforme. Láminas de metal, oxidadas y atacadas por la corrosión, se retorcían como los cabellos de Medusa, en ángulos imposibles. Vigas caídas, plafones hundidos… el viejo titán, que en una vida anterior había sido un orgulloso y esbelto ferry de línea, se hallaba ahora desencuadernado, atravesado a la corriente del lugar y sin el lastre de unos motores que lo mantuvieran estable en el fondo. De vez en cuando, alguna flecha plateada escapaba a nuestras luces; cientos de pececillos se apartaban ligeramente de nuestro camino, enmarcado bajo una fantasmagórica “sky-line” formada por las torturadas planchas metálicas. Nada hacía presagiar lo que se avecinaba…
La primera vez que lo vi, ni siquiera fui consciente de ello. Más tarde, encadenando los recuerdos, pude rememorar ese instante, en el que noté su presencia por primera vez. Un sutil cambio en la poca luz ambiental hizo que forzara la vista en determinada dirección. Me pareció adivinar, más que ver, una gran sombra que destacaba débilmente de la oscuridad envolvente, pero una ráfaga de luz procedente del foco de Ufo desvió mi atención. Mi compañero me indicaba que su tanque estaba a la mitad. Interrogué mecánicamente a la pareja y comprobé mi propia autonomía, retomando el regreso al punto de fondeo. Antes de iniciar el ascenso, les indiqué por señas que respetaríamos la parada de seguridad y empezamos a subir, mano sobre mano, a un ritmo lento pero constante.
Tenía ganas de terminar. Me encontraba aterido y estaba cansado de tanta agua. Seis minutos más, una pequeña eternidad de 360 segundos y ya podría secarme, calentado en cubierta por la caricia de los débiles rayos del Sol poniente… Ascendí el último del grupo y cuando me disponía a subir por la escalera, mi querido e inefable Ufo, con la cara desencajada, gritó:
-“¡El foco! ¡Mi foco! Se ha caído!”-exclamó mi cliente-“¡joder, tío, que mala suerte, la mía… y no tenía ni un mes!¡ Y costó una pasta gansa!- sus ojos me miraban suplicantes-“Por favor, por favor…¿puedes bajar a buscarlo? A mi ya no me queda aire…”. Y ni aunque le quedara. Estaba clarísimo que ni bajaría ni yo le dejaría bajar…
Adiós a las esperadas caricias de mi toalla Mimosín. Adiós al solecito. Adiós al descanso reparador. Bienvenido a la fría, húmeda, obligada y tiritante cara oscura del mundo del buceo ("que suerte tienes, canalla, todo el día buceando…Y las tías correteando en bolas a tu alrededor…Y encima cobrando, tú!")
A esta hora de la tarde nuestra embarcación se encontraba ya dentro del sombrío abrazo de la costa cercana. Esta zona de inmersión está dominada por los altos acantilados característicos del lugar, que hunden sus espectaculares paredes verticales en las azules aguas pero tienen el inconveniente añadido de sumir en sombra a la zona litoral cuando el Sol está bajo.
Me encomendé mentalmente a Santa Crisálida, patrona de los capullos, solicitando su intercesión para facilitar la recuperación del dichoso foco mientras empezaba la cuarta inmersión del día. O la tercera continuada, qué más daba… Comprobé que aún conservaba una buena provisión de aire en el tanque; ojeé la pantalla de los 2 ordenadores (si, llevo dos; la electrónica y el agua de mar no hacen buenas migas) para cerciorarme de que todo marchaba bien, me tragué casi una botella de agua (la hidratación es tan importante como una buena desnitrogenización), vacié pulmones y me dejé caer cabeza abajo, escudriñando la nada…
Tuve suerte.
Bueno, “suerte” es un decir. Unos quince minutos más tarde el haz de mi propio foco arrancó un destello cobalto que resultó ser el preciado “gusilus” de Ufo. Colgué el mío del cinturón y comprobé el nuevo foco, casi por acto reflejo. Un potente haz de luz fría rompió la creciente oscuridad. Cerré el interruptor y entonces percibí claramente un cambio en los claroscuros de las aguas que me rodeaban: una enorme sombra, más densa y opaca que el fondo, acababa de desviarse hacia mi izquierda, como si iniciara un rodeo hacía el lugar donde me hallaba.
La adrenalina sacudió mi espinazo como una descarga eléctrica. La oscuridad creciente y la turbiedad del agua me impedían ver con claridad más allá de unos 5-6 m. Conecté nuevamente el foco para taladrar las aguas y descubrir la amenaza. No lograba distinguir nada. Giraba constantemente la cabeza en un intento de ver algo cuando la enorme sombra surgió de repente a mi derecha y se abalanzó sobre mí, en una trayectoria circular que me llevaría directamente a sus fauces. Por puro miedo, en un intento de pasar desapercibido, apagué la luz. Funcionó. Haciendo gala de una extraordinaria acuaticidad, el enorme pez cambió su trayectoria en un santiamén, desvaneciéndose en el límite de mi visibilidad, para materializarse de nuevo, esta vez a mi izquierda, rodeándome. Sin prisas. Parecía sopesar la situación antes de pasar al ataque final.
Mi cerebro, hiperexcitado, intentaba identificar a la bestia que se mantenía a cierta distancia, indecisa, como si jugara conmigo, segura de su superioridad… Intentaba desesperadamente localizarlo a cada instante, tratando de identificarle para poder prever sus reacciones. Al mismo tiempo, quería saber su posición para defender la mía. Estaba realmente asustado. Nunca me había ocurrido nada igual. Ni sabía de nadie al que le hubiera sucedido algo similar. Escenas de grandes tiburones blancos jugueteando con crías de foca u orcas divirtiéndose con sus presas antes de destrozarlas a dentelladas acudieron a mi mente. Fauces, mandíbulas trituradoras, enormes dientes afilados…Es fantástico lo que puede ayudar el cerebro en casos así. Parece como si se tomara su propia venganza, el mamonazo.
¿Pero QUÉ diantre era ese enorme monstruo? Sus rapidísimos cambios de dirección denotaban la existencia de unas grandes aletas pectorales, como las de un enorme tiburón. Pero los tiburones no se mueven ni atacan así, por las buenas. Y menos a un buceador perfectamente equipado, a pesar de las películas y falsos documentales que pretenden vendernos esa imagen. Había buceado cientos de veces con tiburones de muchas especies diferentes y nunca me había sucedido ni un solo amago… Incluso con un blanco. Nunca… bueno, una vez con un par de tigres, la hembra venía por detrás, inadvertida, y nos pegó un buen susto a mi compañero y a mi…
Pero ese pez no era un tiburón. Era demasiado grueso por el centro y en su avance no cabeceaba hacia los lados, sino que se movía recto, como un atún. Pero tampoco existen los atunes de más de 6 metros…
¿Una orca? En cierta ocasión, un pescador local me contó que vio a un grupo de ellas, hace ya muchos años… Pero tampoco. Esos cetáceos tienen un movimiento vertical de su aleta caudal. Y eso, ese pez, fuera lo que fuese, no movía nada y, sin embargo, se desplazaba rápidamente y sin movimiento aparente, como un Nazgûl, los demoníacos caballeros que perseguían al Hobbit… Otra imagen de autoayuda mental. Gracias, cerebro. Prometí trasplantarlo a la mínima ocasión, si llegaba a contarlo…
Eché una rápida ojeada al ordenador: tenía un techo de descompresión. Lógico. Al cuerno con él. Si conseguía salir del agua con vida, ya me llevarían a la cámara hiperbárica. Pensé en las paredes frías, blancas y metálicas de la jaula hiperbárica. Y deseé encontrarme allí dentro, arropado en la seguridad de uno de los lugares más incómodos que conozco…
Habían transcurrido pocos minutos desde el encuentro, pero se me antojaban siglos. La cabeza me daba vueltas mientras miraba en todas direcciones intentando descubrir al monstruo. Mi respiración se había acelerado y la reserva de aire se estaba agotando por segundos. Tenía que pensar. Y rápido. Pedí perdón a las neuronas por la amenaza del trasplante y supliqué su ayuda. Esta vez, conmovidas, me dieron un plan. Incluso parecía lo suficiente bueno como para funcionar: llegar hasta la botella de seguridad, que colgaba allá arriba, desamarrarla y descender de nuevo. Imposible pretender subir al barco mientras la bestia estuviese cerca. Si lo intentaba, tenía todos los números para hacerlo por partes. Así que sólo podía hacer lo siguiente: pillar la reserva de aire, descender de nuevo procurando no dar nunca la espalda al bicho (¿dónde diantres estaba?), arrastrarme por el fondo panza arriba con la botella delante como protección hasta alcanzar la base del acantilado cercano y luego subir de espaldas, con la retaguardia protegida y teniendo que ocuparme sólo de lo que viniese de frente. O de abajo. De ese modo y con suerte (Señor, un detalle, que me la merezco) intentaría llegar a una brecha que conocía y que continuaba por el acantilado, sobre la superficie, lo suficientemente ancha para guarecerme y lo suficientemente estrecha para protegerme del diablo hasta poder pedir auxilio. No se me ocurría nada mejor y sí muchas cosas peores. No había plan B.
Llegué hasta la botella, cambié de regulador y me disponía a bajar por enésima vez cuando vi que el pez se movía, modificando su posición, intencionadamente, lo que indicaba sin lugar a dudas que se disponía a descargar su golpe final. El juego había terminado. Esta vez iba en serio. No temo a la muerte, es una etapa más de la vida, la última conocida, pero, como dice Woody Allen, “yo tampoco le temo;sólo que no me gustaría estar allí cuando se presente”.
Vi su indefinida silueta confundirse con la sombra de la embarcación, situándose bajo la misma, como queriendo cortar todo intento de aproximación a ella. Fuera lo que fuese, era inteligente, lo que le convertía en más peligroso aún si cabe. En este momento yo me encontraba más abajo, iniciando el descenso, con una botella en la espalda y la otra sujeta delante, sin poder verle bien, así que decidí encender los dos focos para iluminar bajo la quilla. Encender las dos potentes luces y provocar su ataque fue todo uno. La gran masa oscura se arrojó sobre mí. Mi inconsciente me impelía a cerrar los ojos al horror pero mi curiosidad de naturalista aficionado me impedía hacerlo, manteniéndolos abiertos, en un último intento de identificar a mi agresor. Saber quién era mi asesino, triste consuelo de despedida…
Y así pude ver a la diabólica criatura como traspasaba finalmente el límite y se me echaba encima. El ataque definitivo del Leviatán, del gigante, del maldito pez.
Mejor dicho: de miles de ellos. Un gran cardumen de pequeños pescados azules se movía al unísono, como uno sólo, estimulados por los haces de los focos. Segundos antes habían buscado refugio bajo la sombra protectora de nuestra embarcación, asustados por ese extraño ser que venía del fondo, haciendo ruido y amedrentándoles con sus burbujas, y al tiempo, atrayéndolos con las luces de las linternas…
La última estocada de ese órgano cachondo que reconozco en otros y que denomino cerebro, destelló como un flash: “Los espartanos se equivocaban: lo más importante no es saber dónde está sino conocer bien a tu enemigo”.
Sólo le faltaba añadir: -“gili*****s!”.
Y hablando del tema, buena acogida en superficie:
-“¡Mi foco! Osti, gracias, mil gracias, tío! Eres grande…oye… ¿te debo algo?”
Despojado del equipo, enfundado en mi polar y tiritando de frío, me tumbé en cubierta. El cielo, enmarcado por la silueta del acantilado, asomaba teñido con toda la gama de rosas, rojos, y púrpuras. La sangre de los dioses se había derramado una vez más en una exhibición de belleza como sólo la fina luz ampurdanesa nos tiene acostumbrados a despedir algunas tardes de final de verano.
Una ojeada al norte me confirmó lo que ya suponía: empezaba a formarse un claro entre las nubes bajas, como un ojo. El ojo de la tramontana, la puerta fronteriza por donde se cuela Boreas, el viento del Norte en estado puro. Frío, seco y cortante como una navaja. Un viento que conforma paisajes y forja caracteres, encrespando las aguas con la fuerza de su hálito… Un viento que en casa trata de tú a nuestro Mediterráneo. Y sonreí…
Con un poco de suerte, mañana podría, por fin, descansar.
© Ramon Verdaguer - SUBZERO - Consultoría & Formación Sub