El arquéologo submarino Carlos León, estudia con un equipo de expertos en al materia, lo que aconteció en los hundimientos de los pecios hundidos en las costas de Cádiz, no tanto el tesoro, y sí la historia de lo que aconteció,

La Voz de Cádiz- Las dos galeras acompañaron un trecho a la flota de Nueva España cuando salió de Santo Domingo hacia La Habana. Luego regresaron a Santo Domingo, tomaron víveres en La Jaguana y «queriendo volver a la ciudad por la banda del norte (...) viniendo navegando en la Saonessa que es entre Montecristi y la Isabela, a los 5 de julio, hora y media después de anochecido, habiéndose quedado algo zorrera la galera Santiago, que por no tener tan buena chusma ni tan buen bajel como la capitana no andaba en su parejo, y engañándose con ver un farol en tierra, entendiendo ser de su capitana, yendo a él varó sobre una laja y arrecife (...) yéndose perdiendo poco a poco hasta la mañana».

Carlos León, arqueólogo submarino, sonríe al leer la crónica de este naufragio acontecido en 1583 en las costas de la República Dominicana y en el que, por fortuna, todo el mundo salvó el pellejo, aunque sólo se rescataron tres piezas de artillería. «Quedarse algo zorrera debe ser quedarse retrasada. Y la chusma era la tripulación, la soldadesca. Sin embargo, el topónimo Saonessa no aparece en los mapas actuales. No es la isla Saona, que está al sur». León es un hombre de acción más que un ratón de biblioteca, pero para sumergirse en busca de tesoros debe primero zambullirse en legajos. Lleva más de diez años recopilando y estudiando naufragios de barcos españoles en aguas americanas con un equipo formado por arqueólogos, cartógrafos, geógrafos, ingenieros navales e historiadores.

Este trabajo dará como resultado un inventario de pecios, herramienta fundamental para la protección del patrimonio sumergido contra sus dos principales enemigos, el tiempo y el expolio (y evitar así más casos Odyssey).

El proyecto, bautizado como Arqueonauta, ha sido encargado por el Ministerio de Cultura y no trata sólo de fijar la fecha y el lugar del hundimiento, sino de profundizar en las circunstancias que lo rodearon: quién construyó el barco, quién era el capitán, por qué naufragó...

Las fuentes son los autos judiciales (en esencia, un naufragio es un siniestro del que debe levantarse acta), los registros de cargamentos, las salidas de los puertos y cualquier papel de interés que pueda encontrarse en el Archivo General de Indias, el Archivo General de Simancas y el Museo Naval de Madrid, entre otras instituciones. «Tenemos que utilizar mapas de época porque en los informes que manejamos aparecen referencias geográficas que han cambiado con el tiempo. La labor de toponimia es clave», asegura León.

Cuando se recopile toda la documentación y se conozca la localización exacta de los pecios (que, por razones obvias, no se hará pública) llegará la «fase de agua» en coordinación con los países en cuyas aguas territoriales se hallan los restos, que son de su propiedad. «Para proteger el patrimonio hay que conocerlo. Hablamos de un millar de barcos hundidos, sobre todo en aguas del Caribe, entre los siglos XV y XVIII. Hay tres motivos fundamentales por los que un país decide hacer una excavación -término que, por cierto, también se utiliza en arqueología submarina-: peligro de destrucción del pecio, por ejemplo cuando se llevan a cabo obras portuarias; que los cazatesoros lo hayan puesto en su punto de mira, o que su exploración sea vital para resolver un problema histórico.

Restos de la carabela

Este último aspecto no es baladí. Localizar La Vizcaína, la carabela que Cristóbal Colón hundió en su cuarto viaje, en 1503, en Portobelo, Panamá, porque su casco carcomido filtraba agua, sería un auténtico «bombazo». Por no hablar del San Telmo, el navío español que pudo naufragar en la Antártida un mes antes de su descubrimiento oficial -y fortuito- por parte del británico William Smith en 1819 al arribar a las islas Shetland del Sur.

«Una vez localizados los restos lo normal es que no se rescaten, ya que es una operación muy costosa», continúa León. «Un convenio de la Unesco declara a este patrimonio intransferible, es decir, ni se compra ni se vende, y hay que fomentar la colaboración entre países e instituciones para su conocimiento. Claro que hay países que no han ratificado la norma, como la República Dominicana, por ejemplo.

Elías Stadiatis subió a la superficie con la cara pálida y el gesto tembloroso. Con la ayuda de sus compañeros se quitó la vieja escafandra de cobre. El pescador de esponjas trataba de describir lo que había visto bajo el agua, a más de cincuenta metros de profundidad, pero las palabras no le salían de la boca. Por fin consiguió calmarse. Se sentó en la borda del pequeño pesquero capitaneado por el griego Dimitris Kondos y dijo: «Mujeres, un montón de mujeres desnudas, muertas, podridas, sifilíticas, cadáveres verdes». Kondos se puso la escafandra de Elías y bajó los cincuenta metros para descifrar el enigma y quitarle el miedo a los demás buceadores. A los cinco minutos subió a la superficie con un brazo de bronce atado al cinturón de plomos. Elías había descubierto los restos de un barco romano cargado con estatuas de bronce.

Era un día de otoño del año 1900. El experto en arqueología subacuática J. P. Joncheray relata así uno de los hallazgos más interesantes de una ciencia que, por entonces, daba sus primeros pasos hacia la modernidad.

La invención de la escafandra en el siglo XIX constituye un precedente esencial para su desarrollo. Los pescadores de esponjas del Egeo la incorporaron a su equipo y, de forma fortuita, hallaron los primeros restos, entre ellos los famosos campos de ánforas (cargamentos de grandes recipientes de almacenaje en embarcaciones cuya estructura quedaba oculta en el fondo marino).