Fue el peor naufragio del XVII. Un huracán destruyó la flota de la Nueva España y dejó a la Corona sin dinero para la guerra y a la Nobleza, sin las ropas de moda.

Ya casi no quedan fuerzas para arrojar nada por la borda. Después de más de una semana achicando agua, cubo a cubo, en turnos de mañana, tarde y noche, los tripulantes del «Nuestra Señora del Juncal» reciben la orden de su capitán de lanzar al mar las piezas de artillería. No hay tiempo que perder. En medio de una ingobernable tempestad, los cañones de bronce y las culebrinas comienzan a ser engullidos por las olas. Después vendrán las cajas con la mercancía, y no sólo las que esconden el millón de pesos en plata y reales. Uno tras otro son tirados al mar los cajones repletos de chocolate –el oro negro de la época– y de los tintes con los que debían vestirse los nobles de media Europa. Todo con tal de dejar la nave en los huesos.

Sin embargo, cuando el contramaestre Francisco Granillo asoma sus narices por la bodega del barco comprende que ya es inútil. La inundación alcanza los dos metros, y el agua «ya la tenían hasta los baos», las traviesas que cruzan de babor a estribor. El buzo ha regresado a cubierta cabizbajo, incapaz de reparar la proa, y ya sólo quedan dos opciones. La primera es cortar el mástil mayor. La segunda, encomendarse a Dios

A rezar a los camarotes

En ésas estaban Luna y Arellano, el almirante Lobo y el puñado de nobles que viajaban en el galeón. Mientras el resto de la tripulación se afanaba en cubierta en salvar la nave, ellos se retiraron a sus camarotes a rezar. Mala elección. En la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre de 1631 la nao se abrió por la proa y se fue a pique. Fueron los primeros en hundirse. Sólo 39 de los 300 tripulantes se salvaron. Ningún ricohombre entre ellos.

Así termina la trágica historia de la flota de la Nueva España de 1630-1631, la mayor expedición de la época que debía llegar a la Península, y que acabó rendida ante una devastadora tormenta. Además del «Nuestra Señora del Juncal» naufragaron el otro barco insignia, el «Santa Teresa», y uno de los 11 navíos mercantes, la nao «San Antonio». El resto pudo regresar, maltrecho, a la costa mexicana. Casi tres siglos después, la empresa caza-tesoros Odyssey pretendía expoliar el fabuloso tesoro escondido en el pecio del «Juncal», pero el Gobierno mexicano lo ha impedido. En su lugar, prepara un proyecto para inventariar los restos del esplendor español que quedan bajo el mar.

La codicia de Odyssey es comprensible. En las tripas del galeón se escondían 1.077.840 pesos –el mayor cargamento de aquellos años– que la arruinada Corona española aguardaba como agua de mayo para enderezar la costosa guerra de los Países Bajos. No es de extrañar la desolación del virrey de la Nueva España, el marqués de Cerralbo, al conocer el destino de la escuadra. «Se ha perdido la flota más rica que hasta ahora ha salido del Nuevo Mundo», escribió.

Perder este crédito a fondo perdido para la campaña de Flandes fue un desastre para Felipe IV, pero la tragedia de la flota va mucho más allá de la plata. Después de 10 años de investigaciones, la historiadora mexicana Flor Trejo ha recopilado toda la información de esta flota desperdigada por multitud de archivos, y ha puesto en valor la verdadera magnitud de esta tragedia marítima: «Hoy nos cuesta trabajo comprender lo que suponía en aquella época la llegada de un cargamento de ese valor. Que se hundiera supuso la ruina para muchos comerciantes, porque no pudieron cumplir los encargos que tenían».

En realidad, España estuvo ¡siete años! sin recibir un solo barco desde México. El anterior intento de llevar a la Península los fondos para la guerra de los Países Bajos fue frustrado en 1628 por piratas holandeses, que destruyeron la flota frente a Cuba. Hasta 1633 no se pudo armar otra y llevarla a España.

El «barco de la moda»

El señuelo que ha llevado a Odyssey tras la pista de esta flota ha sido el tesoro, pero lo más significativo es el resto de la carga. Por un lado, el chocolate, capricho de los nobles. «Había una gran afición en Europa y era un lucrativo negocio en México –explica Trejo–. De hecho, un obispo de Chiapas fue asesinado con chocolate envenenado porque intentó prohibir su consumo». Por el otro, las casi cien toneladas de tintes y semillas (añil, cochinilla, grana fina, grana silvestre...) que se usaban para teñir los ropajes de los nobles, así como un cargamento de palo de Brasil, una variedad de las conocidas como «maderas preciosas» (hoy especie protegida) cuyo color rojizo se usaba para colorear telas. «Si se miran las pinturas de la época, los nobles siempre vestían de rojo, púrpura, negro o azul, los colores más caros y más cotizados que distinguían a la Nobleza», explica Trejo. La tragedia del «barco de la moda» les dejó sin ropero