Eran las cuatro de la tarde del día 13 de Febrero del año 1885 cuando la campana del comedor sonó avisando que el comedor quedaba abierto. Hacía, tan solo, una hora escasa que el pasaje acababa de embarcar para la travesía y se dispusieron todos a reunirse en el recinto. El último en llegar fue el capitán, del barco. Pasaron un par de minutos en que éste había abandonado el puente de mando y bajado al comedor para reunirse con su pasaje, cuando un gran estruendo hizo estremecer toda la embarcación. Éste fue el inicio del fin para este majestuoso vapor de 110 metros de eslora perteneciente a la Compañía Trasatlántica.

El pasaje se abalanzó presa del terror sobre los botes y chalecos salvavidas creando más confusión al accidente. Mujeres, niños y hombres corrían por toda la cubierta pisándose unos a otros, ignorando las órdenes dadas por la tripulación para su seguridad, mientras el buque empezaba a inclinarse de proa. Mientras sus bodegas se llenaban de agua, los pescadores de la zona corrían prestos con sus pequeñas embarcaciones a salvar y recoger a todos aquellos que habían optado por lanzarse por la borda sujetos a cualquier cosa que flotase.

El buque tenía capacidad para 240 pasajeros y tripulación. Contaba con un peso de arqueo de 3.000 toneladas, 11 metros de manga, 110 de eslora y unos motores de vapor que desarrollaban 14 nudos de velocidad punta. Su majestuosidad sobre las aguas se engrandecía con la visión de sus tres mástiles y un magnífico mascarón de proa haciendo alegoría al monarca que bautizaba la embarcación.

La reputación de la baja de Gando quedó marcada una vez más con este nuevo naufragio, que, aunque muy bien señalada en las cartas de navegación marina, hacía 4 meses se había cobrado un nuevo diezmo al hombre, llevándose la nave ‘Ville de Para’, amén de decenas de antiguos galeones, carabelas y demás embarcaciones que han mellado en el transcurso de la historia.

Tan pronto como el propietario de la compañía (el Marqués de Comillas) se enteró del siniestro perpetrado en el puerto grancanario, se remitió un telegrama al agente de la compañía que se encontraba en el archipiélago, donde se solicitaba la actuación urgente, y al precio que fuese necesario, para que se intentase reflotar la embarcación, y, en caso negativo, para que se extrajera del pecio la correspondencia primeramente, los caudales en segundo lugar y las pertenencias en el último momento. En este momento ya era de dominio público que el Alfonso XII tenía en sus hundidas bodegas 10 cajas llenas de oro.

Pasaron pocos días desde el envío del telegrama hasta que los primeros buzos procedentes del puerto de Cádiz arribaban a la isla. Pasaron las semanas y el trabajo de éstos fue totalmente estéril. No se consiguió extraer de las garras del mar nada. Al mismo tiempo la historia del hundimiento empezó a traspasar fronteras. Tal fue su leyenda que un nuevo equipo de buzos ingleses se ofrecieron a realizar la labor de rescate. Las órdenes del Marqués de Comillas se modificaron sustancialmente: si era necesario dinamitar el buque para sacar el oro… así se haría.

Así se realizó la labor. Los buzos abrieron un gran hueco en el casco y accedieron a su interior por él. Lograron sacar 9 de las 10 cajas de oro. La décima nunca se ha logrado encontrar, y desde entonces se ha incrementado la fantasía popular. Han sido cientos de buzos los que han intentado la hazaña sin obtener resultados. Lo máximo que ha devuelto el mar han sido botellas de vino, platos, cubertería, campanas, farolillos y joyas que en la actualidad decoran alguna vitrina de aquellos que descendieron por debajo de la cota de 50 metros y permanecieron allí para buscar su recompensa.