Muy apreciado por todos los paladares, el raudo y potente atún rojo del Atlántico soporta una sobrepesca implacable.


El paisaje submarino es una extensión azul, monótona y uniforme, una catedral desierta; en su cúpula de olas flamea la mancha candente del sol, cuyos rayos penetran en el agua como si atravesaran una vidriera. De repente el océano se llena de atunes rojos, enormes torpedos que pueden medir más de cuatro metros de largo y sobrepasar la media tonelada de peso. Bajo la luz solar refractada por el mar, sus pálidos flancos brillan como escudos bruñidos. Sus aletas no retráctiles –la anal, larga y curva, y la segunda dorsal– centellean como sables. Las caudales trabajan sin descanso propulsando el cardumen a un ritmo de diez nudos, con sprints de hasta los 25 nudos. Entonces, tan de repente como han llegado, desaparecen. El océano vuelve a quedar desierto. Aquí y allá, una pequeña constelación de escamas delata que un atún rojo ha engullido un arenque. Las escamas de la víctima giran en la turbulenta estela de su depredador, que se aleja a la velocidad del rayo. Al cabo de un mo**mento, los remolinos amainan y desaparecen. Al hundirse, las escamas refulgen como diamantes desprendidos de un collar. Hasta que su brillo se atenúa y se pierde en las profundidades.
Los verdaderos atunes, pertenecientes al gé**nero Thunnus, son la élite de la ictiofauna: peces enérgicos, con una hidrodinámica rayana en la perfección y dotados de una biomecánica pun*te*ra. Se distinguen por su gran tamaño, por la amplitud de su área de distribución, por la eficiencia de su estilo natatorio, por su organismo de sangre caliente, por sus grandes branquias, porque poseen una desarrollada capacidad de termorregulación y una rápida oxigenación, por presentar una elevada concentración de hemo*globina y por su ingeniosa fisiología cardíaca. Y todas estas características alcanzan su máximo apogeo en el atún rojo.
Las tres especies de atún rojo –el del Atlántico, el del Pacífico y el del sur– se reparten los océanos del mundo y surcan todos los mares del planeta, excepto las aguas polares. El atún rojo es un pez muy evolucionado que está de actualidad, pero su relación con el hombre viene de antiguo. En Japón se pesca la especie del Pací*fico desde hace más de cinco milenios. Otros tantos, si no más, llevan capturándolo los haida, pobladores de la costa noroeste de América del Norte. En Sicilia, el atún rojo del Atlántico protagoniza pinturas rupestres que datan de la Edad de Piedra. Pescadores fenicios, cartagineses, griegos, romanos o marroquíes de la Edad del Hierro subían a lo alto de promontorios para otear el mar y aguardar la llegada de los bancos de atún rojo a sus zonas de desove en el Mediterráneo.
«El atún contribuyó a levantar la civilización occidental –me dijo la profesora de la Universidad Stanford Barbara Block, una de las mayores expertas en este pez–. Todas las culturas mediterráneas pescaban atunes gigantes. El atún rojo atraviesa el estrecho de Gibraltar en sus migraciones anuales, y todos sabían cuándo llegaban. En el Bósforo había 30 palabras diferentes para referirse a esta especie. De punta a punta del Mediterráneo se tendían cercos de redes, para las que cada región tenía un nombre. Las capturas generaban dinero. Los atunes se comercializaban. En las monedas griegas y celtas se acuñaba un atún rojo gigante.»
Ernest Hemingway también sucumbió a sus encantos en 1922. Lo llamó «el rey de los peces» en el Toronto Star Weekly cuando fue testigo de la pesca del atún rojo del Atlántico en España. Linneo dio nombre a esta especie en 1758. El na**turalista sueco solía recurrir a la repetición para distinguir las especies superlativas; así, llamó Gulo gulo al glotón, el rey de los mustélidos, y Bison bison al bisonte, el rey de la pradera. Para el atún rojo del Atlántico tenía reservado el nombre de Thunnus thynnus: atún de atunes.
La luz anaranjada del amanecer teñía la isla de Cabo Bretón, en Nueva Escocia. En el muelle de Port Hood apretaba el frío, pero el cielo era prometedor. Soltamos amarras y Dennis Cameron, capitán del Bay Queen IV, puso rumbo norte, en dirección al golfo de San Lorenzo. Contra la trasera de la cabina se alineaban las cañas de pescar como rifles en una panoplia. En el mar abierto al que nos dirigíamos se pescan los atunes rojos más grandes del mundo.
A estribor dejamos la gran isla de Cabo Bretón. A babor, otra infinitamente más pequeña, Port Hood, tierras bajas y verdes salpicadas de casitas de madera pintadas de blanco. En una de ellas se crió Dennis. Recuerda cazar ardillas en el bosque, recorrer la playa en busca de boyas y arpones viejos, recoger de la arena calamares muertos para que su padre los usase de cebo… un modo de vida que ha pasado a la historia. Hace años cerró la fábrica conservera de langosta. En la década de 1920 el puerto era un bosque de mástiles; hoy está desierto. Veintitantas familias de pescadores y granjeros resistieron hasta los años cincuenta, pero el número fue disminuyendo gradualmente y ahora en la isla hay un único habitante permanente.
Es la historia de las comunidades pesqueras de todo el mundo. Los océanos se están muriendo. El agotamiento de las pesquerías marca ese declive, un tañido a muerto que no cesa: el bacalao en las Provincias Marítimas de Canadá, la anchoa en Perú, el salmón en la costa noroeste de América del Norte, la merluza negra en aguas antárticas, el tiburón en todos los océanos.
El atún rojo es una de las especies más sobrepescadas del mundo. La población, o stock, que desova en el área occidental del Atlántico ha disminuido un 64 % desde 1970. En Sicilia, las tonnare (cercos de redes que se han usado desde hace milenios para interceptar a los atunes y ma**tarlos con arpones) han ido desapareciendo una tras otra desde hace décadas, como ha ocurrido con el resto de las almadrabas del Mediterráneo.
Como cualquier hijo de una familia de pesca*dores canadiense, Dennis conoce perfectamente las modas y vicisitudes de su oficio. «Nosotros no pescábamos atún –dice, refiriéndose a la generación de su padre–. La pesca del atún era más que nada un deporte. Por aquel entonces se usaba como comida de gatos o como abono.»
En enero de 2013 se vendió en Tokyo un ejemplar de atún rojo por 1,3 millones de euros. Este precio escandaloso se debió en parte a un golpe publicitario y en parte a un ritual nipón: el primer atún que se subasta cada año genera una guerra de pujas, exorbitantes incluso para Japón. Así y todo, por un atún de tamaño medio suelen pagarse entre 7.500 y 15.000 euros según la calidad, lo que indica hasta qué punto se valora el maguro (sushi de atún rojo) en el Japón del siglo XXI. También es un indicador de aquello a lo que se enfrenta la especie para el siglo XXII, si para en**tonces queda media docena de ejemplares.
Mientras Dennis nos llevaba mar adentro, Steve Wilson, investigador de la Universidad Stanford que colabora con el Centro de Investigación y Conservación del Atún (TRCC) de Monterey, en California, comprobaba los dispositivos de localización por satélite que esperaba implantar aquel día. Robbie Schallert, miembro del grupo de conservación del atún Tag-a-Giant y colega de Wilson en el TRCC, desenrolló una esterilla acolchada azul justo delante de la «portilla atunera» de popa, como si fuese un felpudo. No ponía «Bienvenido», pero esa era la idea: Schallert estaba allí para marcar y medir atunes rojos, no para matarlos.
Unos 13 kilómetros mar adentro, con el barco a la deriva y largados tres sedales cebados con arenque, picó un atún. Sheldon Gillis, el segundo del capitán Cameron, fue el encargado de batirse con el pez. Cada vez que el atún daba un tirón al carrete, se oía un tenso pizzicato. Al cabo de 20 minutos se dejó ver por primera vez por la zona de popa, todavía bastante alejado. Gillis calculó que pesaría unos 300 kilos. Cada vez que el atún le daba la menor ocasión, se lanzaba a enrollar el sedal con frenesí, lo que lo hacía sudar profusamente. Otros 20 minutos más tarde se oyó por fin el sonoro golpe de una aleta caudal contra la popa. Izado a bordo por la portilla atunera, el pez yacía de costado, inmóvil sobre la esterilla, gigantesco. Fuera del agua parecía una máquina fabulosa, inspirada en la biología y colada en metal viviente.

Wilson y su equipo de marcaje trabajaban con la rapidez y eficiencia de un grupo de mecánicos de Fórmula 1 en una parada en boxes. Le colocaron una tela negra empapada sobre los ojos a modo de venda. Le introdujeron una manguera verde en la boca para inundarle las branquias de agua marina. Una cinta métrica voló enrollada por encima del pez. La tensaron contra el cuerpo del atún desde la punta del morro hasta la bifurcación de la aleta caudal: 300 centímetros. Esta medida, denominada longitud curva a la horquilla (CFL en inglés), permite estimar con precisión el peso del atún; en aquel caso, 556 kilos, casi el doble de lo aventurado por Gillis. En casi 20 años de trabajo, el equipo solo había marcado dos ejemplares más grandes.
A horcajadas sobre la cola, Wilson insertó un dardo de titanio justo delante de la segunda aleta dorsal, implantándole así la marca electrónica para el seguimiento vía satélite. Cuatro miembros del equipo se pusieron en las esquinas de la esterilla y la levantaron, convirtiéndola en una hamaca. Haciendo un esfuerzo hercúleo, describieron un semicírculo dando minúsculos pasos para girar el atún 180 grados y colocarlo de cara a la portilla. Schallert cortó una pequeña muestra de tejido de la aleta anal para analizar el ADN. Después, los dos hombres que estaban junto a la aleta caudal levantaron sus respectivas esquinas. El atún se deslizó a través de la portilla y regresó al golfo. Dos batidas de cola, y desapareció.
La noche previa Wilson había programado la marca para que se desprendiese del animal el 1 de junio del año siguiente. En otras palabras, nueve meses y medio después del implante, en cualquier huso horario en el que se hallase el atún rojo en ese momento, la marca enviaría una corriente eléctrica a través de la clavija metálica que la sujetaba al dardo implantado. La clavija electrolizada comenzaría a corroerse y, pocas horas después, se desprendería. La parte superior de la marca electrónica lleva una pieza de espuma resistente a la compresión, lo que garantiza su ascenso desde cualquier profundidad. Al emerger, la marca empezaría a transmitir los secretos codificados de aquel atún rojo –sus viajes, sus temporadas de apareamiento, desove y migración, sus patrones de inmersión– hasta los satélites Argos que orbitan la Tierra.

Barbara Block dirige el TRCC desde la Estación Marina Hopkins, en Cannery Row, en colaboración con el Acuario de la Bahía de Monterey. Cuando la marca se desprenda en la fecha programada, los datos emergerán del Atlántico, sobrevolarán el continente hasta California y terminarán en la Estación Hopkins, donde serán interpretados. Hace 30 años la ciencia no tenía ningún conocimiento sobre los desplazamientos de los atunes. Desde entonces, todos los misterios de sus migraciones se han ido resolviendo uno tras otro gracias a la tecnología de marcaje ideada por Block y otros científicos.
Su laboratorio parece un museo. Las cartas náuticas, mapas e ilustraciones de revistas cientí*ficas que empapelan paredes y armarios podrían ser las piezas de una exposición, cuyo título sería «El estado del atún rojo».
Y esas imágenes atestiguan que el estado actual del atún rojo no es halagüeño. En uno de los pósteres, «Población reproductora estimada de atún rojo del Atlántico (1950-2008)», se muestra en dos gráficos similares la biomasa reproduc*tora del golfo de México y la del Mediterráneo. Ambas poblaciones están representadas por líneas, y las dos descienden por debajo de la línea discontinua que indica el rendimiento sostenible y van directas al punto en que la biomasa reproductora es igual a cero kilotoneladas.
Los mapas son un ejercicio de puntillismo. Las localizaciones del atún rojo, reveladas por las muchas marcas electrónicas que a lo largo de los años ha implantado el personal del laboratorio, aparecen como una plétora de círculos multicolores. Los mapas que más interesan a Block muestran la distribución del atún rojo en relación con la denominada línea ICCAT.
Las pesquerías de atún rojo del Atlántico se gestionan desde la Comisión Internacional para la Conservación del Atún Atlántico (ICCAT). Los modelos de evaluación de stocks que maneja la ICCAT dividen el Atlántico Norte en verti*cal, valiéndose de una línea de puntos. Trazada en 1981, esta frontera sigue el meridiano 45° longitud oeste y separa la especie en una población occidental y otra oriental. Los mapas del laboratorio muestran algo curioso. Las posiciones de los atunes del stock occidental, representadas con círculos rojos, abarrotan el golfo de México, su territorio de desove, y a partir de ahí se extienden hacia el sector oriental del Atlántico, atraviesan la línea ICCAT y alcanzan las costas de Portugal y España. Las posiciones de los atunes del stock oriental, representadas con círculos blancos, abarrotan el Mediterráneo, su área de desove, y a partir de ahí se extienden hacia el oeste, cruzan la línea ICCAT y puntean las aguas costeras de Estados Unidos y Canadá.
Como atestiguan los mapas, la línea ICCAT es ficticia. En el pasado, los científicos creían que cada población se circunscribía a su sector del Atlántico, pero ahora ya nadie sostiene que sea así. De una orilla a otra del Atlántico, en toda la extensión de las áreas de alimentación de esta especie, se mezclan los stocks oriental y occidental. Por lo visto, solo están separados en sus respectivas zonas de reproducción.
La existencia de esa mezcla quedó demostrada hace más de un decenio por Barbara Block y otros expertos en marcaje electrónico y análisis de ADN, pero los modelos de la ICCAT siguen sin adaptarse. Los cálculos más fiables en la ac**tualidad indican que cerca de la mitad de los atunes rojos capturados en las costas atlánticas de América del Norte proceden del Mediterráneo, pero por el hecho de ser capturados en la región oeste se contabilizan como ejemplares del stock occidental. La línea ICCAT no es una herramienta deficiente, sino total y absolutamente inútil. Por si fuera poco, el modelo de la ICCAT tampoco tiene en cuenta la pesca ilegal, aun cuando los estudios indican que el volumen de las capturas clandestinas es importante.
Durante la mayor parte de su historia, la ICCAT ha hecho oídos sordos a los consejos de su propio comité científico, el Comité Permanen*te de Investigación y Estadística (SCRS). Para el stock oriental que se reproduce en el Mediterráneo, el más numeroso con diferencia, la ICCAT ha establecido sistemáticamente unas cuotas de pesca muy por encima de las recomendaciones científicas. En 2008 el SCRS publicó la evaluación del stock oriental más alarmante divulgada hasta la fecha. El volumen real de las capturas, comunicaban los científicos, era probablemente de más del doble de las 28.500 toneladas autorizadas, y cuadruplicaba con holgura los niveles de sostenibilidad. El comité científico instaba a cerrar la pesquería durante el principal período de desove y reducir la cuota de pesca permitida a 15.000 toneladas como máximo. Para variar, la ICCAT ignoró la recomendación.
Ese mismo año la ICCAT encargó una inspección a un equipo auditor independiente, integrado por eminentes científicos y gestores de pesquerías procedentes de todo el mundo. No se anduvieron con rodeos. El dictamen fue que la gestión que hace la ICCAT del stock oriental de atún rojo del Atlántico es una «vergüenza internacional» y «una farsa».
La buena noticia es que un grupo de biólogos especializados en pesca cree que los stocks de atún rojo del Atlántico podrían quintuplicarse si se les da la oportunidad de recuperarse, y que una gestión sensata se traduciría en aplicar unas cuotas sostenibles por un tiempo indefinido.
En 2009, Mónaco respondió a varias décadas de mala gestión proponiendo la inclusión del atún rojo del Atlántico en el Apéndice I de la CITES, la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres. Esta inclusión habría significado la prohibición internacional del comercio del atún rojo, pero los delegados de los países pesqueros de la CITES se unieron para tumbar la propuesta. La ICCAT se dio por aludida. Ese mismo año siguió por primera vez las recomendaciones científicas: establecer cuotas de pesca para el stock oriental. Para empezar a tomar cartas en el asunto de la pesca ilegal, en 2011 empezó a ensayar un sistema electrónico que rastrea los peces desde el océano hasta los merca*dos, un sistema que ha entrado en funcionamiento a principios de 2014. Además, la ICCAT se ha comprometido a revisar en 2015 sus obsoletos protocolos de evaluación de los stocks.
Es un paso en el buen camino, pero la ICCAT no ha introducido cambios ni en su estructura ni en su dirección, aún vulnerables a la presión política de los intereses pesqueros de sus países miembros. La politización de los estudios científicos viene de lejos, pero se ha agudizado en los últimos tiempos. Como la ICCAT ya no puede limitarse a desoír las recomendaciones científicas, ahora trata de condicionarlas. «En la cuantificación de poblaciones siempre hay cierto grado de incertidumbre –me dijo Amanda Nickson, de la ONG Pew Charitable Trusts–. Estamos asistiendo a la explotación de esa incertidumbre para justificar el incremento de las cuotas.»
Algunos biólogos financiados por el sector sugieren la posibilidad de que existan zonas de desove del atún rojo del Atlántico todavía por descubrir. Es posible, desde luego, pero esta tesis no se sustenta en pruebas reales. Curiosamente, es una idea de lo más oportuna para quienes preferirían seguir pescando como hasta ahora.
La Estación Hopkins, creada en 1892 por la Universidad Stanford, fue el primer laboratorio marino de la costa Oeste de Estados Unidos. Sus vetustos edificios, a semejanza de las conserveras abandonadas de las inmediaciones, son vestigios de la era de la sardina, un boom que perdió fuelle hace 60 años. El lugar está lleno de fantasmas. El más eminente de todos ellos es Ed Ricketts, en quien se inspiró John Steinbeck para crear el «Doc» de su novela Cannery Row. Al caer la noche, aquel cimarrón del ecologismo cerraba la destartalada sede de Pacific Biological Laboratories, la empresa que dirigía en solitario, y se colaba en la biblioteca de la Estación Hopkins para investigar. Ricketts y el sector sardinero desaparecieron a la vez. El investigador falleció en 1948 al ser embestido por un tren en un paso a nivel de Monterey; las últimas conserveras, arrolladas a su vez por la locomotora de la sobrepesca, apenas lo sobrevivieron unos años. Llegada la década de 1980 parecía que la sardina experimentaba una leve recuperación, pero hoy las poblaciones vuelven a caer en picado.
Un pequeño trozo de playa separa la Estación Hopkins y el Acuario de la Bahía de Monterey. En sus incursiones nocturnas en la biblioteca, Ed Ricketts debió de recorrer un tramo de playa cercano. Entre la estación y el acuario, en un anejo operado por ambas instituciones, hay tres tanques grandes –el agua cubre hasta la cintura– llenos de ejemplares juveniles de atún rojo del Pacífico. Barbara Block y sus colegas desarrollaron sus técnicas de implantación de marcas electrónicas con los antepasados de estos peces.
Para que el atún rojo tenga un futuro, es imprescindible gestionar con sensatez y sobre una rigurosa base científica. Aquí, en Monterey, saltan a la vista las consecuencias de optar por la vía contraria. Justo al pie de los tanques de atunes que nadan en círculos eternos, se alzan hileras de pilotes de hormigón. Son las ruinas de los muelles de las conserveras que penetraban en la bahía a la caza de aquellos caudalosos ríos plateados de sardinas que dejaron de existir.

http://www.nationalgeographic.com.es...045b3c0d447109