Lleva seis años dando clases de submarinismo y ahí encontró su vocación y la alegría de descubrir cosas nuevas cada día en un mundo al que, además, no llega la famosa crisis

Hace unos días cargó en la zódiac las botellas de aire y a un grupo de alumnos y se fue a bucear. En medio de la inmersión los rodeó un banco de peces que se acercaban a picotear las burbujas que salían por los reguladores. Se puso a mirar para ellos y, sin querer, empezó a morirse de risa. Ella y los que la acompañaban, a carcajada limpia bajo el agua.
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Alicia Carrillo Lago (Fisterra, 1980) encuentra la felicidad casi a diario en un planeta que le queda muy a mano. A solo unos metros de su escuela, Buceo Finisterre, está el océano. Y en él no solo desaparece la fuerza de la gravedad. Allí, además, no llega la crisis.
Alicia encontró su vocación casi por azar. Estudió escultura en la escuela Pablo Picasso, de A Coruña, pero era otra cosa lo que le gustaba. «Desde pequeñita me tiró el mar», dice. Su hermano Fernando fue el que se lanzó primero al océano. Ella fue detrás. Si le regalaban unas gafas de bucear, ella se las cogía.
Él empezó un curso de submarinismo y Alicia se animó también, cometiendo el mayor acierto de su vida laboral, que hasta el momento ha discurrido entre escuelas de vela y escafandras. Todo menos una oficina.
«Cuando estoy bajo el agua soy la mujer más feliz del mundo», dice. Es más, la suya es una de las pocas escuelas -está ubicada en Fisterra- en las que las salidas no se limitan a los fines de semana. Bajan al fondo del mar todos los días si el tiempo lo permite.
Y la que va siempre delante con los alumnos es ella, naturalmente. Y jura que no se aburre jamás. «Me paso el tiempo en el agua y soy feliz ahí abajo, en otro mundo completamente distinto. Si veo un bogavante, que a lo mejor hacía tiempo que no veía, ya salgo muy contenta», apunta. Cada día el mar le permite experimentar cosas nuevas y olvidarse de todo. «Estás como una sirenita y bajas a disfrutar», asegura.
Extrovertida como es, su profesión tiene más alicientes. Va en la lancha charlando con gente a la que le interesa lo mismo que a ella, a muchos ya los conoce y repiten, y son prácticamente amigos. Después de las inmersiones, las anécdotas del día se comparten mejor con una caña en la mano. «Lo paso pipa, no me aburro nunca», asegura Alicia.
Si el agua está clara y el mar lo permite, Alicia se lanza con su traje estanco a registrar los fondos marinos. Un pecio olvidado, una anémona, un camarón de colores... son buenas excusas para extasiarse un rato. La última, una liebre de mar, dice, de las que se ven pocas. Una especie de murciélago, define, bailando graciosamente sobre su cabeza. Otro motivo para volver a casa contenta. «Es que cada día ves algo nuevo», afirma ilusionada.
Alicia dice que las cosas le van más o menos bien y que tiene preocupaciones, como todo el mundo, pero que para olvidarlas está ese océano Atlántico que se abre a los pies de su casa y con el que tiene tan buena relación.
Si las corrientes son propicias, Alicia se divierte como nadie. El trabajo de tierra, previo a la inmersión, también es importante, y hay que pasar horas en la escuela, en la tienda. «Me aburro un poco, pero en el agua todo es distinto, el tiempo pasa volando», destaca.
Y así, con una sonrisa, Alicia demuestra dos cosas; primero que existe otro planeta a la vuelta de la esquina, y segundo, que pasarse un rato en él sabe a gloria.
En ese planeta paralelo donde descansan en silencio viejos galeones y donde se mueven con elegancia los peces, nada saben de la prima de riesgo. Y Alicia, mientras está allí abajo, tampoco.


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