Tras la victoria sobre Odyssey, ¿cómo protegerá España el mayor patrimonio sumergido del mundo? Es hora de un cambio de estrategia abierto a ideas ambiciosas

Es hora de preguntas incómodas. Si la tecnología permite llegar a los buques hundidos en el fondo del mar a gran profundidad y hay empresas con pocos escrúpulos decididas a comerciar con los restos cuando los alcanzan, ¿es prudente no hacer nada, o hacer menos de lo que merece nuestra historia naval en proyectos, excavaciones o publicaciones? ¿Podemos pensarlo? ¿Puede España ser hoy motor de una nueva forma de entender la defensa del patrimonio que no dependa solo del gasto público y que permita la generación de una industria de innovación en el terreno cultural? Dan ganas de soñar.
Una discreta cena

En España hay quien piensa ya en ello, aunque esté al margen de la línea oficial. Hay personas dispuestas a aportar buenas ideas para un estudio detallado. Forman parte relevante de la sociedad civil, a la que hoy se invoca para levantar el pulso económico de nuestro país. Y quieren imprimir energía en un proyecto novedoso.
Aunque no deben desvelarse sus identidades, permítanme relatar cómo conocí a algunos de ellos. A finales de verano de 2009, dos años después del estallido del caso Odyssey, quien firma este reportaje recibió una llamada en el móvil. Fui invitado, como informador que conocía detalles del caso, a sumarme a una cena, en uno de los barrios más acomodados de Madrid. La cita exigía discreción. Cediendo a la curiosidad, pronto me vi sorprendido por la composición del grupo allí reunido, en torno a una mesa harto amigable.
Conocidos empresarios de diversos sectores, algunos relacionados con el mar, otros con la tecnología; oficiales de uniforme, gente de leyes, personas con amplia experiencia en la configuración de proyectos multidisciplinares complejos... No llegaban a la docena. Se plantearon diversas posibilidades para impedir que los cazatesoros volvieran a acechar los pecios de nuestra historia, pero quedó muy claro que en España hay que cambiar las cosas, hay que hacer algo más: reinaba la palabra libre y el vivo debate. Y el sentido común estaba sentado a la mesa.
Se hicieron las preguntas incómodas y pertinentes: ¿Qué hacer, por ejemplo, con las monedas —si la idea es ambiciosa y tiene éxito— cuando se hayan excavado muchos barcos, y tengamos 5 o 10 millones de monedas iguales? ¿Tenemos algún plan? Es una buena pregunta, antes de empezar.
Después de aquella cena, otros «think tanks» han debatido sobre posibilidades culturales, científicas e industriales de un plan ambicioso que convierta el patrimonio subacuático en algo vivo y presente, generador de riqueza (no solo cultural) para la sociedad española. Todas han sido citas muy discretas, pero todas comparten su conclusión: lo hecho hasta ahora es insuficiante y la pasividad es un imán para los cazatesoros.
Se impone un doble objetivo. Asegurar el control público para la gestión correcta de bienes arqueológicos y también la incorporación a las colecciones estatales de todas las piezas relevantes. Y aprovechar el poder dinamizador de la sociedad civil. ¿Cómo? He ahí el dilema, la parte polémica.
Tecnología disponible

Está claro que debe haber un mando supradepartamental, aunque debe residir en las autoridades de Patrimonio, que están en el Ministerio de Cultura. La mejor idea es una agencia u otro organismo que funcione como referencia nacional e internacional para gestionar el patrimonio subacuático español y la aprobación y seguimiento de proyectos. Debe otorgarse un papel a la Armada (es historia militar y son las tumbas de sus héroes), otro a la Universidad (formar una nueva generación de arqueólogos especializados). Y no puede faltar la empresa, pero la empresa española, no la americana a ser posible. Y Odyssey, por supuesto, nunca más.
Tecnológicamente no hay problema. El Instituto de Oceanografía ya tiene uno de los robot submarinos más competitivos: el «Liropus» (nada que envidiar al de Odyssey), y algunos buques como el «Sarmiento de Gamboa» o su gemelo el «Alvariño», llamado así en honor de la primera oceanógrafa, servirían para estos menesteres por su posicionamiento dinámico y su propulsión diésel-eléctrica, con una firma acústica muy pequeña. Y hay muchos otros modos de lograr esa tecnología.
La pieza más difícil de encajar es la empresa. En un diseño ambicioso nada impediría a una compañía públicamente controlada atraer inversiones y generar beneficios. No sólo a través de explotación de la difusión cultural, con exposiciones itinerantes y documentales exclusivos. En nuestro país, desde luego, podrían construirse museos dedicados a buques o batallas, con las piezas rescatadas, generando también una riqueza local muy necesaria para el despegue. El Gobierno, metido en harina de animar a los emprendedores, sería quien podría marcar los límites del espacio para sumar a la sociedad civil. La Unesco pide al respecto un criterio conservador. Lo importante es recuperar nuestra historia, la que guardan los naufragios.
Un conocido empresario, interesado en el asunto, imagina «levantar un fondo de inversión bajo promesa de beneficios». ¿Qué hacer con un millón de monedas iguales? ¿Y con tres? Si las piezas más valiosas se musealizan, ¿podría dedicarse, una vez realizado el trabajo arqueológico, parte de los restos al coleccionismo, en un modelo mixto de negocio? Nuestra ley dice que no y al llegar aquí cualquier arqueólogo se habrá sentido cardiaco. Pero dentro de la ley hay ya proyectos ambiciosos que aúnan turismo y dinero privada. El espacio es muy ancho para la sociedad civil, aunque sin estrategia pública solo perseveraremos en los errores del pasado.
«Marca España»

En política, César Antonio Molina marcó la línea más ambiciosa cuando era ministro: pensó que con Iberoamérica debemos compartir la historia naval común y cerrar los mares a los cazatesoros, con el atractivo de la diplomacia cultural, la «marca España», verdadero antídoto de quienes agitan el indigenismo y la leyenda negra. Máxime al conmemorar la Constitución de Cádiz. Y en la UE, Molina comenzó otro tanto de lo mismo: acuerdos para que las potencias históricas logren un marco de protección paneuropeo. Escandinavos, franceses e, incluso, británicos, nos llevan 20.000 leguas de ventaja tanto en excavaciones como publicaciones. Nuestra historia es seguramente más grande, pero no la hemos contado nosotros, sino los cazatesoros. Así de triste.
Dicho lo cual, en España, al menos, se están moviendo algunas cosas. El Gobierno, que tomó posesión hace apenas dos meses, ha disfrutado de las dulces mieles de la victoria contra Odyssey. Se ha encontrado varias iniciativas en marcha. El director general de Bellas Artes, Jesús Prieto, un fino jurista experto en patrimonio, muestra con orgullo las novedades que desarrolla el Plan Nacional de Arqueología Subacuática de Molina. Las autonomías están trabajando en cartas arqueológicas para saber qué pecios debemos proteger. La Guardia Civil incluirá esos datos en el SIVE y las alarmas saltarán en cuanto un barco se detenga más de una hora sobre un yacimiento sin permiso. Pero falta mucho: Andalucía y Cataluña han trabajado en ello, pero el resto... Prieto defiende el convenio con Defensa, congelado por González-Sinde por falta de voluntad y fondos, y otro convenio con Exteriores. Informa de sondeos y excavaciones en Galicia, Baleares, Cataluña (el navío «Triunfante», un hito tecnológico del siglo XVIII). También enarbola los acuerdos con la NOAA estadounidense y proyectos con el INA de Texas.
Jesús Prieto explica que «el caso Odyssey ha consumido una energía tremenda, pero tiene un efecto positivo en la concienciación de la gente con estos problemas». ¿Y la estrategia? «Está en el Plan Nacional y el Libro Verde», dice de momento.
Ahí es donde muchos no se conforman. Porque el Libro desconfía expresamente de las empresas, olvida a la Armada, confía todo al gasto público y dice, textualmente, que no se siga la ambición mediática de conseguir grandes logros. Sin algún cambio es probable que no lleguemos lejos y todo habrá sido, tristemente, un poco en vano, otra oportunidad perdida.


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