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Tema: Asi empezo todo John Burdon Sanderson Haldane

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    Post Asi empezo todo John Burdon Sanderson Haldane

    Preparando una clase me he topado con este articulo escrito por Fernando Alamo que me parece interesante compartir.

    J.B.S. Haldane

    Amigos, me marcho de vacaciones para volver el mes que viene, así que os dejo un artículo algo más largo de lo habitual. Ya os he hablado sobre John Burdon Sanderson (J.B.S.) Haldane, una vez para explicar un detalle en la que se ve que era un caballero y otra para explicaros que cuando le preguntaron qué opinaba sobre Dios, contestó que tenía una increíble afición por los escarabajos. En este último artículo también señalaba que otra frase de las suyas: Mi sospecha es que el mundo no sólo es más extraño de lo que suponemos, sino más extraño de lo que podemos suponer. Pues bien, sobre él hablaremos en nuestra historia de hoy.

    Nacido en Oxford, en 1892, fue hijo de John Scott Haldane, catedrático de Fisiología de Oxford que había conseguido fama por sus trabajos sobre los efectos de gases en las minas, los cuales salvaron muchas vidas. Al pequeño J.B.S., a los tres años de edad le oyeron preguntar malhumorado a su padre: Pero ¿es oxihemoglobina o carboxihemoglobina?
    Nuestro protagonista estudió humanidades, pero se decantó por la ciencia, interesándose fundamentalmente por la genética. Fue el primero en calcular la frecuencia de mutación de un gen de un ser humano en 1932, y desempeñó un papel decisivo en la fusión de los principios darwinianos de la evolución con la genética mendeliana. El resultado lo conocen hoy los genetistas como la Síntesis Moderna. También tenía una gran capacidad matemática y un sobresaliente conocimiento de los clásicos griegos y latinos.
    Pero la característica que diferenciaba a este hombre era que evitaba el uso de animales en la investigación en favor de los experimentos sobre sujetos humanos, sobre todo, en él mismo. Aprendió la práctica de su padre. Cuando aún era un muchacho, le acompañaba al fondo de las minas (para su padre, la idea de unas vacaciones era irse a Cornualles a estudiar la anquilostoma de los mineros), sirviendo como discípulo, ayudante y, en bastantes ocasiones, como conejillo de indias. Cuando él y su padre fueron bajados en una cubeta grande y se arrastraron por un túnel estrecho sucedió lo que el propio J.B.S. nos relata:
    Al cabo de un rato llegamos a un lugar donde el techo estaba aproximadamente a unos dos metros y medio y, por tanto, un hombre podía ponerse de pie. Uno de los del grupo encendió su lámpara de seguridad. Ésta se llenó de una llama azul y a continuación se extinguió con una pequeña explosión. Si hubiera sido una vela hubiera desencadenado una detonación y probablemente habríamos muerto. Pero, por supuesto, la rejilla de la lámpara de seguridad mantuvo la llama en el interior. El aire próximo al techo estaba lleno de metano, o grisú, que es un gas más ligero que el aire, de modo que el aire que había a ras de suelo no era peligroso. Para demostrar los efectos de respirar grisú, mi padre me dijo que me pusiese de pie y recitase el monólogo de Marco Antonio en el Julio César de Shakespeare que empieza: “Amigos, romanos, compatriotas”. Pronto empecé a jadear, y aproximadamente al llegar a “el noble Bruto” mis piernas cedieron y me derrumbé en el suelo donde, por supuesto, el aire era bueno. De esta manera aprendí que el grisú es más ligero que el aire y que respirarlo es peligroso.
    Más tarde, siendo aún adolescente, padre e hijo solían probar juntos gases y máscaras antigás, turnándose para hacerlo, con el fin de comprobar el tiempo que tardaban en desmayarse.
    Su padre era, además, un asesor del Almirantazgo sobre temas de buceo y había transformado las prácticas de seguridad submarina y los procedimientos utilizados para descompresión. En 1908 le invitaron a tomar parte en un viaje de prueba de un nuevo submarino dicho Almirantazgo. En aquel momento, J.B.S. tenía quince años, pero ya se había permitido un buceo. El padre necesitaba un ayudante y explicó a su familia que, puesto que el buque estaba en una lista secreta, su elección estaba limitada. Viendo que su marido estaba muy preocupado por el ayudante, la señora Haldane preguntó sin darle importancia:
    - ¿Por qué no llevas a Boy? – como llamaban a su hijo familiarmente.
    - ¿Tiene la edad suficiente? – respondió el padre.
    Se volvió a su hijo y le preguntó:
    - ¿Cuál es la fórmula de la soda-lime?
    J.B.S. cantó la fórmula. Inmediatamente después hizo su primer viaje en un submarino.
    Pero mientras los principales intereses de su padre se centraron en los mineros y en el envenenamiento, el joven Haldane se consagró a la tarea de salvar a submarinistas y buceadores de las consecuencias desagradables de su trabajo.
    Si eres un submarinista ya sabrás que el auténtico terror de las profundidades es la enfermedad del buzo. El aire que respiramos tiene un 80% de nitrógeno. Al someter a presión el cuerpo humano, ese nitrógeno se transforma en pequeñas burbujas que pasan a la sangre y los tejidos. Si baja la presión con excesiva rapidez (como en una ascensión demasiado rápida de un buceador), las burbujas atrapadas en el organismo empezarán a bullir exactamente como lo hacen las de una botella de champán al abrirla, atascando pequeños vasos sanguíneos, privando a las células de oxígeno y causando un dolor tan intenso que, quienes lo padecen, suelen doblarse angustiados por los retortijones. La enfermedad del buzo era y es un riesgo para los buceadores desde tiempos inmemoriales, pero no atrajo mucha atención en Occidente hasta el siglo XIX, curiosamente, entre quienes no se mojaban para nada (o, al menos, no se mojaban mucho y, en general, no muy por encima de los tobillos).
    Eran los trabajadores de los cajones hidráulicos. Estos cajones eran cámaras secas cerradas construidas en los lechos de los ríos para facilitar la construcción de puentes. Se llenaban de aire comprimido y los trabajadores estaban, a veces, largos periodos de tiempo bajo aquella presión artificial. Al salir experimentaban leves síntomas, consistentes en hormigueo y prurito. Un número reducido, aunque impredecible, experimentaba un dolor más insistente en las articulaciones y, a veces, se desmoronaba presa de intensos dolores, en algunos casos para no levantarse más. Todo eso resultaba muy desconcertante. A veces, los trabajadores se acostaban sintiéndose perfectamente y despertaban paralizados. A veces, no se despertaban más.
    En cierta ocasión, los directores de las obras de un nuevo túnel bajo el Támesis celebraron un banquete para conmemorar que estaban terminándolo y descubrieron consternados que su champán no burbujeaba cuando lo descorcharon en esa atmósfera de aire comprimido. Sin embargo, cuando salieron al aire libre de la noche de Londres, las burbujas empezaron a bullir dentro de ellos, acelerando memorablemente el proceso digestivo.
    Mucho que lo que sabemos, se lo debemos a J.B.S., quien adquirió, con fondos del Almirantazgo, una cámara de descompresión a la que llamó la “olla a presión”. Consistía en un cilindro metálico en el que se podía encerrar a tres pers0nas al mismo tiempo y someterlas a diversas pruebas, todas dolorosas y casi todas peligrosas. Podía pedir a los voluntarios que se sentaran en agua helada mientras respiraban “atmósfera aberrante” o se les sometía a rápidos cambios de presión.
    En un experimento se sometió él mismo a una ascensión simulada peligrosamente rápida para comprobar qué pasaba. Lo que ocurrió fue que le estallaron los empastes de las muelas. Casi todos los experimentos acababan con que alguien tenía un ataque, sangraba o vomitaba. Por si fuera poco, la cámara estaba prácticamente insonorizada, de manera que el único medio que tenían sus ocupantes de indicar que se encontraban mal era golpeando de forma insistente en las paredes o alzando notas hasta una ventanilla.
    En otra ocasión en que se estaba intoxicando con elevados niveles de oxígeno, sufrió un ataque tan grave que se rompió varias vértebras. Un riesgo habitual consistía en el colapso pulmonar. También eran frecuentes las perforaciones de tímpano. Pero, como indicaba tranquilizadoramente Haldane en uno de sus artículos:
    El tímpano, en general, se cura. Y si queda algún orificio, aunque uno se quede un poco sordo, siempre puede expulsar el humo del tabaco por el oído en cuestión, lo que constituye un éxito social.
    No os sorprenderá que os diga que fue él quien determinó los intervalos de descanso necesarios para efectuar una ascensión desde las profundidades sin contraer la enfermedad del buzo.
    Un experimento similar de privación de oxígeno le dejó seis años sin sensibilidad en las nalgas y en la parte inferior de la espina dorsal. Uno de sus ayudantes era un joven cirujano naval, el teniente Kenneth Douglas, quien dijo:
    En una ocasión, respiró oxígeno a cien pies [cuatro atmósferas absolutas] en un baño rodeado de bloques de hielo. De forma un tanto temeraria sugirió que yo, como ayudante suyo, también respirase oxígeno para permitir una descompresión inmediata si fuera necesaria. El resultado de esto fue que tanto el profesor húmedo y congelado como el doctor naval tuvieron envenenamiento por oxígeno al mismo tiempo y sólo la buena suerte hizo que yo no tuviera convulsiones y Haldane no se ahogara. En otra ocasión, Haldane sufrió varias convulsiones en mis brazos en el tanque presurizado en donde estaba sumergido con un traje de buzo mientras yo estaba en una plataforma por encima de él.
    Y tal y como él entraba en aquella cámara, tampoco tenía problema para convencer a colegas, seres queridos o cualquiera que tuviese alrededor de que entrasen también en dicha cámara. Su esposa, lanzada a un descenso simulado, sufrió una vez un ataque que duró trece minutos. Cuando al fin dejó de dar saltos en el suelo, la ayudó a levantarse y la mandó a casa a hacer la cena. En otra ocasión memorable, convenció de hacer otro experimento al famoso Juan Negrín, que se quejó después de un leve cosquilleo y “una curiosa sensación aterciopelada en los labios”. Pero, por lo demás, parece que resultó ileso. Debió de considerarse muy afortunado.
    Entre las muchas intoxicaciones que le interesaban concretamente figuraba la intoxicación con nitrógeno. Por razones que aún no están del todo claras, a profundidades superiores a unos treinta metros, el nitrógeno se convierte en un poderoso embriagante. Bajo sus efectos, ha habido buceadores que han ofrecido sus tubos de respiración a los peces que pasaban a su lado o han decidido hacer un alto para fumarse un cigarrillo. También produce extraños cambios de humor.
    Haldane cuenta que, en una prueba, el sujeto osciló entre la depresión y el entusiasmo, rogando en un momento que le descomprimiese porque se sentía muy mal y echándose a reír al momento siguiente, intentando estorbar a su colega que estaba haciendo una prueba de habilidad. Para medir el grado de deterioro del sujeto, tenía que entrar en la cámara un científico con el voluntario para plantearle sencillas pruebas matemáticas. Pero, como recordaría Haldane más tarde, a los pocos minutos: el científico solía estar tan embriagado como el voluntario y muchas veces se olvidaba de poner el cronómetro en marcha o de tomar las notas que tenía que tomar.
    En otra ocasión respiró una mezcla de aire y monóxido de carbono hasta que la mitad de la proteína respiratoria en su sangre, la hemoglobina, había quedado secuestrada por el monóxido de carbono. Esto pudo haberle matado.
    Cuando llegó la Primera Guerra Mundial se alistó en el Black Watch y se lanzó a la lucha, con gran entusiasmo, como jefe de un pelotón en Francia. Para él fue, según afirmó: una experiencia muy gozosa y admitió sin rubor: Gocé de la oportunidad de matar a gente.
    Fue herido varias veces y emprendió una serie de aventuras desautorizadas y temerarias. Luego, en 1915, el primer ataque con gas tomó al ejército británico totalmente por sorpresa. El canciller, lord Haldane, telegrafió a su hermano en Oxford pidiendo consejo, y J.S. (o sea, Haldane padre) partió inmediatamente para Francia. Descubrió que 90.000 máscaras de gas que se estaban distribuyendo a los soldados eran de un tipo que él creía ineficaz.
    Inmediatamente hizo llamar a su colega, el profesor C. G. Douglas de Oxford, y reclutó a su hijo de las trincheras. Junto con un puñado de voluntarios, los tres hicieron turnos para sentarse en una cámara en cuyo interior se bombeaba gas de cloro. Nuestro hombre escribió:
    Teníamos que comparar los efectos de varias cantidades sobre nosotros mismos, con y sin mascarillas. Irritaba los ojos y producía una tendencia a jadear y toser cuando era respirado. Por esta razón tenían que utilizarse fisiólogos entrenados. Un soldado ordinario probablemente refrenaría su tendencia a jadear y toser si estuviese manejando una ametralladora en una batalla, pero podía no hacerlo en un experimento de laboratorio en donde nada apartaba su mente de su propias sensaciones.
    Un fisiólogo experimental tiene más autocontrol. También era necesario ver si uno podía correr o trabajar duro con las mascarillas, por lo que dentro de la cámara de gas teníamos una especie de rueda que se giraba a mano, por no mencionar los sprints de cincuenta metros que se hacían con mascarillas en el exterior.
    No hubo daños duraderos porque todos sabían cuándo detenerse, pero él quedó con la respiración débil e incapaz de correr durante aproximadamente un mes.
    El biógrafo de Haldane sugiere que el resultado de estos pocos días de experimentación en la cámara de gas salvó miles de vidas y quizá evitó un colapso inmediato del frente.
    Para estudiar los efectos del dióxido de carbono en el cuerpo realizó experimentos sobre sí mismo diseñados para hacer que su acidez aumentara enormemente al impedir la eliminación del dióxido de carbono generado metabólicamente. Y lo hizo comiendo tres onzas de bicarbonato sódico. Luego, para mantener su estado acidificado sin tener que beber ácido clorhídrico, perturbó su equilibrio ácido-alcalino consumiendo una onza diaria de cloruro de amonio durante varios días.
    El envenenamiento ácido provocó la falta de aliento que persistió durante algunos días tras el final del experimento. Este resultado llevó a un tratamiento para una situación llamada tetania en niños pequeños, causada por una excesiva alcalinidad, que a veces es mortal.
    También estudió el mal de altura de los escaladores, los problemas de las crisis cardíacas en las regiones desérticas y otras muchas cosas. Para entender mejor cómo mataban a los mineros las fugas de monóxido de carbono, se intoxicó metódicamente, tomándose al mismo tiempo muestras de sangre y analizándolas. Interrumpió el experimento sólo cuando estaba ya a punto de perder el control muscular y el nivel de saturación de la sangre había llegado al 56% (dicen que eso es estar a fracciones de la muerte segura).
    En fin, un padre y un hijo excepcionales, ¿no os parece?
    Hasta la vuelta, disfrutad de las vacaciones. Merecidas, por supuesto. Y ojo con la carretera.
    Fuentes:
    “Una breve historia de casi todo”, Bill Bryson
    “Eurekas y Euforias”, Walter Gratzer”
    “El espejismo de Dios”, Richard Dawkins
    “Enciclopedia biográfica de Ciencia y Tecnología (Tomo IV)”, Isaac Asimov


    Fuente:
    http://www.historiasdelaciencia.com/?p=368
    Última edición por The diving journalist; 10th April 2012 a las 11:46

  2. El Siguiente Usuario Agradeció a USUKE<º)))>< Por Este Mensaje:

    The diving journalist (10th April 2012)

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