Paisajes sensuales tanto bajo el agua como en tierra firme en las más de 300 islas del archipiélago al sur del Pacífico

La idea de la huida atrae como un imán. ¿Quién no ha querido escaparse alguna vez de su realidad y poner rumbo a los mares del sur, a un mundo nuevo que en nuestras ensoñaciones se asemeja al paraíso en la tierra? No buscábamos una huida, pero sí una lejanía, una interrupción esplendorosa de la vida cotidiana, un lugar para celebrar, más que la luna de miel, un momento inaugural en la vida. Fiji era la respuesta.
En la isla de Taveuni, la tercera en tamaño del país, hay un lugar llamado Waitabu. Se llega tras un agitado viaje en un desvencijado autobús de la línea Pacific Ways que recorre la isla por un bacheado camino de tierra. A veces, la pista se antoja impracticable y parece como si uno fuera a salir despedido por el hueco de la ventana, lo cual no es imposible porque en Fiji las ventanas de los autobuses no tienen cristales, tan solo un toldo que protege de la lluvia. La parada del bus está en medio de la pista y todavía queda por recorrer un largo sendero flanqueado por árboles efervescentes de vida. No parecen árboles, no al menos como nosotros los conocemos. Más bien son soportes estratificados a distintas alturas en los que todo tipo de plantas imaginables se afanan en su lucha por encontrar un poco de luz. Pura supervivencia en el umbrío medio ambiente de la selva.
Waitabu es un pueblo silencioso, recogido, cerrado por una playa de ensueño impracticable para el baño, pues los corales llegan hasta la misma orilla y hacen inviable sumergirse entre sus cortantes aristas. Para bucear y disfrutar del espectáculo marino no queda más remedio que salir del arrecife en un pequeño barco a través de un estrecho pasillo que solo conocen los guías locales. Unas simples aletas y un tubo bastan. Nada de complicaciones. En Fiji, la mayor parte de las sofisticaciones de la vida moderna no sirven. La belleza es desbordante. Contemplar es suficiente. No pasa gran cosa, y al tiempo todo sucede ante ti.
Ni televisión, ni móviles

En un país archipiélago formado por más de 300 islas, es fácil encontrar todos los paisajes, todos los planes y alternativas. Pero hay un curioso patrón que se repite siempre: cuantas más infraestructuras y facilidades turísticas, peor. El de las islas del Pacífico sur es un mundo frágil y aislado que no tolera bien el impacto que conlleva la masificación. Pero Fiji aún guarda muchos tesoros: el archipiélago de las Mamanucas, el de las Yasawas, Kadavu, el grupo de Lau, Rotuma; pequeños fragmentos de tierra robados al mar, tan minúsculos en la mayor parte de los casos que no tienen un solo vehículo a motor. Casi nunca hay suministro eléctrico excepto el que aportan los pequeños generadores; tampoco televisión, radio ni móviles, y quien necesita conectarse a Internet a diario, sin duda tiene un problema. El paraíso no es como imaginamos. Es como es.
Viti Levu es la mayor de las islas y en ella se concentra prácticamente toda la población del país, una mezcla de melanesios e indios traídos por los antiguos colonos británicos para trabajar en las plantaciones de caña de azúcar. Años de sobreexplotación y pesca incontrolada han apagado la vida en los arrecifes. Solo quedan sombras grises de lo que debieron ser en otra época. Salvo excepciones, como la laguna de Becqa y sus espeluznantes inmersiones rodeados de escualos, lo más destacado de la isla son los dramáticos paisajes de montaña que ofrecen todas las posibilidades imaginables a unos precios, eso sí, exorbitantes.
En Vanua Levu, la segunda isla en tamaño, la naturaleza y la vida salvaje vuelven a cobrar protagonismo. Recorrerla de un extremo a otro se convierte en un auténtico tour de force que ni siquiera merece la pena. Al Noreste se encuentra el estrecho de Somo Somo, considerado uno de los mejores lugares en el mundo para el buceo. Lo que no advierten las guías es que si uno se sienta en la playa en la época adecuada, no tiene más que cruzarse de brazos y esperar a que pasen por delante ballenas jorobadas con sus crías, delfines, peces voladores, tortugas y un sinfín de animales marinos que parecen venir a saludar.
Flores de hibisco

Pero quizá uno de los rincones menos visitados del país sea la isla de Taveuni. Allí, en el límite del parque nacional que cubre casi por completo su superficie, hay una pequeña aldea llamada Lavena. Es tan pobre que impresiona, pero la gente es feliz porque no tiene que trabajar para vivir. Basta con recolectar los frutos del edén, meterse en el agua hasta las rodillas y pescar a manos llenas. Muchos de sus habitantes han vivido en Suva, la capital del país, pero todos coinciden en que no es un buen lugar porque hay que trabajar para ganarse la vida y hace falta dinero constantemente. En Lavena, los hombres visten falda y llevan flores de hibisco prendidas en la oreja. Las mujeres arrastran una recua de niños que corretean sin descanso hasta que al atardecer suena una campana. Hora de volver a casa. Todos caminan descalzos. Por la tarde, los jóvenes del pueblo se juntan para jugar al rugby, auténtico deporte nacional, y los fines de semana llega una banda que toca música en vivo para amenizar las noches. Se toma mucho kava, una bebida tradicional hecha con la raíz machacada de una planta local, y algunas parejas se van de la mano a pasear por la playa. Puede que no sea el paraíso, sino simplemente un lugar muy real.